Súbete a mis hombros. Seré tu caballito. No te prometo llevarte ni muy lejos, ni muy cerca, simplemente prometo llevarte a cualquier lugar sin rumbo en el que sólo estemos tú y yo. Tu risa y mi sonrisa. Nosotros dos y Su Majestad, la música, que tratará de hacernos una traviesa competencia, pero se quedará en un segundo plano cuando te bajes de mis hombros, cerremos los ojos, te acerques a mí, y yo a ti.
Y me da exactamente igual que se rían de mí por querer llevarte a mis espaldas como a los entrañables niños pequeños de tres años. Porque estoy tan absolutamente loco por ti, que sería tu perro, gato, elefante, burro, vampiro, por ti. Y lo haría una vez tras otra, por verte otra vez sonriendo, como el primer día que te conocí, como la primera vez que te vi.
Los humanos necesitan aire, agua, comida, y dormir en una cama para poder sobrevivir. Yo, con lo único que me conformo es en dormir en tu pecho, rodeado de tus pequeños, pero a la vez enormes brazos. Patinar juntos por la nieve, perderme durante la navidad en cualquier ciudad perdida. Sufrir cuando tú sufres, reír cuando tú ríes, enfadarnos cuando tú te enfades, enamorarme de ti cuando tú te enamores de mí.
Y todo ello dentro de nuestro mundo prohibido. De nuestro mundo dónde todo es un océano, un atardecer. Ese mundo que forman nuestro polo norte y sur. Ese mundo en el que cada vez que me miras de reojo quiere decir que deseas otro tímido beso.
El mundo de los recuerdos.
jueves, 27 de diciembre de 2012
domingo, 2 de diciembre de 2012
La guerra de los sueños.
Era un día típico de
invierno. El cielo tan azul al que el verano nos tenía acostumbrados, hoy
estaba cubierto por un banco de nieblas que cubría hasta al caprichoso sol, que
de vez en cuando aparecía con sus tímidos rayos, pero rápidamente se perdían en
la nada.A la niebla le acompañaba una chisposa lluvia, fina, tranquila, sobre
la cual muchas veces deberíamos olvidarnos de los problemas, acariciándola.
El olor a café le
encantaba, era esa motivación la que le hacía levantarse todas las mañanas. El
café, y el agua caliente de la ducha. Era lo que le hacía levantarse a tiempo
para no llegar tarde al periódico.
Hoy era un día
importante: el Real Betis Balompié campeón de Europa, el conciertazo que
Alejandro Sanz dio la noche anterior en Madrid, y un nuevo escándalo de
corrupción eran algunos de sus titulares. Estaba en prácticas allí desde hacía
año y medio, ya que aún no había finalizado su carrera de estudios
periodísticos. Allí también trabajaba Marina, su novia, un par de años mayor
que él. Ella era la encargada de la redacción cultural. Físicamente era una
chica morena de cabellos castaños bastante largos, con unos ojos negros muy
profundos, aparte de contar en su personalidad con algunas virtudes, como su
gran simpatía, aquel nivel de empatía al que podía llegar, y su gran sentido
del humor.
Llevaban juntos tres
años y estaban muy comprometidos. Nunca tenían una discusión y sus besos eran
la descripción gráfica de la palabra amor.
Sin embargo, una
explosión le despertó. No estaba rodeado por impresoras, faxes, y cafeteras.
Cuando abrió los ojos, estaba rodeado de sangre, de balas con aroma a pólvora. Su única manera
de soñar despierto con su vida antes de la guerra era cerrando los ojos y
sintiendo los labios de Marina dentro de sus suspiros, palpando la sensación
del teléfono de la redacción echando humo por todas las noticias que llegaban.
Esa vida tan
espléndida, la mató el gobierno. Lucas nunca confió en la política, le parecían
que eran representantes del pueblo que con el paso de la Historia, se
convirtieron en la voz de sus propios intereses. Nunca comprendió los
conflictos bélicos, la necesidad que tenían de disparar a almas jóvenes que
tenían los mismos sueños o compartían aficiones con cualquiera de los soldados,
por un poco de petróleo. Sus padres –fusilados hacía dos años y medio- le
educaron con la ideología de que todos somos iguales, aunque no compartamos
idioma, sexo, la misma clase social, ideología sexual o religión. Jamás fue
capaz de encontrar un por qué a que se quemaran casas, se violaran mujeres o se
maltratasen a niños.
Se encontraba en la
Facultad de Comunicación el día que le comunicaron la decisión de que era uno
de los elegidos para ir a la guerra, cuya base española se encontraba en Irán.
Se vio obligado, no tenía otra opción, sino podía ser arrestado por rebeldía
contra el Estado. Lo peor para él no fue la propia decisión de ir, lo difícil
fue cuando se lo tuvo que explicar a Marina. Se desmayó, su cuerpo cayó
derrumbado al suelo como si un huracán hubiera pasado por su cuerpo en una
décima de segundo. Tuvo que ser trasladada al hospital, pasando la noche en
observación. Ella le pidió de todas las maneras posibles que no lo hiciera, que
lo evitara, que se negara y comprar inmediatamente un billete de avión para el
destino que saliera más pronto. Ella vivía por y para Lucas, no soportaría la
idea de que a él le pasase algo.
Lucas se encontró entre
la espada y la pared. No sólo por el simple detalle de tener que marcharse a la
guerra, sino que además tuvo que marcharse el día siguiente, no pudiendo
despedirse de su pareja, tranquilizarla, preocuparse por su salud, y pidiéndole
que pensara que todo saldría bien. Ante esta situación bipolar, antes de
marcharse le pidió a la policía que fue a buscarle a su casa que le entregaran
una carta a Marina, la cual decía:
“El día que te conocí supe que nuestra relación no
sería fácil ni mucho menos. No sabía hasta qué punto el mundo se opondría a
nuestro amor. Primero tus padres, luego mi familia y ahora la guerra. He pasado
contigo centenares de lunas llenas, las hemos visto renacer y crecer y crecer
hasta volver a su máximo esplendor. Lo nuestro es lo mismo: siempre que
llegamos a ese punto máximo de felicidad, la burbuja en la que vivimos se
romperá, pero sin embargo, cuando más fuerte sean los duros momentos, es cuando
nos tenemos que mostrar más fieles. Y aunque nuestras manos no se pueden
acariciar porque estemos a miles o millones de kilómetros, yo si cierro los
ojos te imagino como si estuvieras a 5 centímetros de mi piel, a menos de un
paso para besarnos. El gobierno ha querido esta guerra pero yo no comparto los
objetivos del ejecutivo. Yo participo en esta guerra, ya que me veo obligado,
para demostrarle al mundo que por muchos muros que me pongan, mis sueños y tú
son algo con lo que nadie va a poder. Que por muchos disparos o bombas que
intenten matarme, sé que si te tengo en mi mente por muchos ataques, bombas, o
disparos que haya, volveré sin un rasguño, con el mismo sentimiento por ti que
tenía antes de marcharme. Y que cuando volvamos, tú y yo nos marcharemos a
comernos el mundo desde los pies a la cabeza. Nos marcharemos a Londres, París,
Berlín, Roma, Budapest, en bicicleta, perdiendo de vista a todos aquellos que
no aceptan que tú y yo seamos las personas más felices del mundo cuando estamos
cogidos de la mano por el otro.”
Esa noche Lucas apena
pudo pegar ojo, le resultó imposible. Su noche estaba tan llena de dudas como
el futuro. Se preguntaba por qué a él, por qué cuando estaba en el mejor
momento de su vida, con Marina, con un puesto en uno de los medios de
comunicación más reputados del país. Estaba convencido de que esta nueva
pesadilla en su vida sería breve, y acabaría con final feliz.
Cuando todavía la noche
no se había convertido en amanecer, dos soldados del ejército fueron a
buscarle, ante el temor de que se rebelara de ir a la guerra. Él no opuso
resistencia alguna, es más, intentó plantar en medio de toda esa tensión una
sonrisa fingida, pero velozmente entendió que no era momento de sonreír, más
bien de estar serios y preocupados. Era uno de marzo de dos mil doce, el día
que empezaría todo, y quizá también la fecha en la que comenzaría a gestarse su
muerte. El viaje fue largo, cansado, y nervioso. No sabía qué iba a ver,
encontrar. Lo más parecido eran las imágenes que les mostraba el telediario, y
algunas imágenes que de vez en cuando, les ofrecían sus profesores de Historia,
para explicarle de mejor manera los grandes acontecimientos ocurridos en el
paso de los años. La mejor manera de comprender cómo fue el viaje era comparar
sus latidos cardíacos antes de la guerra, y a partir de su marcha a la guerra:
antes de ella, él era un chico tranquilo, un niño con sonrisa de hombre,
alguien que tenía la paz como lema de bandera. Desde el día en que se fue, su
corazón parecía que estaba contagiándose de todas esas ideas malignas, de
aquellas muertes que mandaban los hombres de chaqueta y corbata desde su
despacho. Su alma latía como los tambores de guerra, quizá preparándose para
todo lo que venía encima. El trayecto entre ambos lugares duró nueve horas, y
le costó acoplarse al contraste entre el clima mediterráneo que residía en
España y el frío tremendo que habitaba en los Montes Zagros.
Le costó acoplarse al
país iraní debido al efecto del jet lag, pero en un par de noches ya se
acostumbró. El comienzo de su estancia en dicho país fue tranquilo, sin ningún
altercado reseñable. Estos primeros días se encargó de llevar alimentos y
comida a orfanatos que vivían en la más absoluta pobreza. Ver como sonríen unos
niños que no saben dónde están sus padres, y aunque apenas tengan motivos para
sonreír y lo hagan de manera más convincente de lo que lo hagamos nosotros en
los países ricos, es algo que debería servirnos para aprender, para relativizar
las cosas, para dejar de prejuzgar. Él se ganó el cariño de esos chicos con creces,
gracias a su manera de vivir, de hacer las cosas, de dejarse siempre la piel en
todo. Lucas nunca tuvo un hermano y siempre había sentido el deseo de querer
uno. De hacerle cosquillas para ver sonreírle, que es de las cosas más bonitas
que una persona puede ver en la vida. No todas las maravillas son lugares
emblemáticos, también a veces cosas tan sencilla como una persona sonriendo es
algo fantástico. Le sorprendía la capacidad que tenían para vivir aislado de
los problemas, de cómo corrían sin cansarse. Salía temprano todas las
madrugadas camino al local, con la intención de estar con ellos el mayor tiempo
posible. Estando con ellos también se aislaba de esos disparos sin sentido, de
esos atentados en las ciudades pequeñas.
Un día, se levantó
temprano, a las 6:40 aproximadamente. Abrió los ojos diez minutos antes, pero
se quedó en su tienda de campaña observando lo veloz que caminaban las nubes
por ese lugar tan privilegiado llamado cielo. Tuvo la sensación que ese día
sería el más duro desde que estaba fuera de su hogar. Tras vestirse con su
uniforme de preso del gobierno, marchó hacia el orfanato con un ritmo que
empezaba a notar en su organismo que llevaba semanas, e incluso meses sin pisar
su piso. Sin ese sofá tan cómodo que era espectador de su descanso en algunas
ocasiones. Y sin Marina, su pausa, su freno, su aceleración, su inspiración a
la hora de hablar del amor. A la vez que avanzaba, era consciente que había
algo extraño. Había más personas en las calles de lo habitual, y estaban
reunidos de manera clandestina. Cuando menos se lo esperó, a cien metros de él,
un coche, no demasiado lujoso, es más, tradicional de poco valor, voló por los
aires a causa de un atentado. Tras ser investigado por el ejército con la
colaboración de la policía iraní, llegaron a una conclusión: éste fue provocado
por los pakistaníes. Fallecieron 72 personas, entre ellas 22 niños, y trece
mujeres que estaban de buena esperanza, cerca de dar la bienvenida al mundo a
una nueva persona.
Entre los fallecidos,
había cuatro niños a los que conocía del orfanato. Se encontraban en la puerta
cuando aquel coche bomba voló por los aires. Estaban esperándole en la puerta
para poder abrazarse con sus anchos hombros como todas las mañanas. También
resultaron heridos muchos pequeños y madres que acompañaban a estos a las
distintas guarderías de la zona. El sufrimiento de las madres viendo a sus
hijos en el suelo, con los ojos cerrados, llenos de cicatrices y sin respirar
es algo que conmovió a Lucas. En este tipo de países, donde el hombre manda, la
mujer friega, y el niño va al colegio para no poder acabar sus estudios al
comenzar a trabajar a los quince años, el amor materno es mucho más pasional,
bastante más que en los países donde lo principal es el dinero. Toda esta
tragedia se tradujo en un brutal efecto negativo en su estado de ánimo. Entró
en shock. Pasó diversos días sin dormir pero sin salir de las sábanas de su
tienda. Además de esto, estuvo sin apetito, ni alimentario ni alimenticio.
Apenas articuló palabra con otros soldados y superiores durante una semana. Su
odio a las guerras se multiplicó enormemente tras aquello. La rabia se apoderó
de él, no podía parar de golpear con sus puños y pequeñas lágrimas a la
almohada.
Esta crisis, le llevó a
tomar una decisión: dejaría Irán para volver a España, con el consentimiento de
la embajada o no. Tenía claro que se saltaría las leyes, incluso tenía cierta
pasividad de que las autoridades españoles le acusaran por rebelarse contra su
propia nación. Él tenía claro que el gris de las nubes provocado por la
contaminación de los disparos no haría cambiar el futuro azul esperanzador que
se le presentaba por delante. Que echaría sus brazos al cielo, que gritaría sin
parar al mundo que nadie podría con él. Lucas poco a poco se fue convirtiendo en
un ejemplo de fe en sí mismo, en un ejemplo de paz y amor a los suyos.
Él sabía que volvería.
Más tarde o temprano, cuando pase septiembre, cuando los mayas predigan que el
mundo se acabará, pero él volverá. Por ella, por sus sueños, por sus buenos
momentos, por todas aquellas enseñanzas que sacó de los malos momentos. Días
más tarde, un reloj de arena marcaba que faltaba poco para el mediodía. Salió
vestido de paisano, con un nerviosismo tan profundo como un mar de dudas de lo
que hacía, pero con la imborrable sensación de que volvería. Consiguió llegar
al aeropuerto gracias a un taxi del que se fue sin pagar, provocando las
primeras sospechas de la fuerza de seguridad del país asiático. A continuación
robó un Jeep a una mujer que confirmó las sospechas de la policía cuando
inmediatamente lo denunció. El camino hacia el embarque fue como una carrera de
diez mil metros en los Juegos Paralímpicos. Recorrió esos cien metros que
separan la entrada y la puerta de embarque sin parpadear, sin dejar de mirar
las alas del avión que se veían a través de las ventanas. Es increíble, lo
estaba logrando sin levantar sospechas. Pero para su decepción, se encontró con
una enorme cola de pasajeros. Esto lo aprovechó la seguridad privada del
aeropuerto que tras el aviso de la policía y las tropas le arrinconaron. Fue
llevado a su base, insultado, apalizado. Le trataron como a un traidor a la
nación. Le maltrataron anímicamente riéndose cuando se excusaba de sus actos.
Lo exportaron de nuevo
a España, como él deseó, pero nada más lejos de la realidad: lo llevaron a
Valencia, donde fue encarcelado en la prisión nacional de la capital del Turia.
En España, la democracia de la que los gobernantes presumían, era una dictadura
hecha con mentiras. Los profesores de Historia antes de la guerra, lo
explicaban así: “Una mentira repetida un millón de veces acaba siendo verdad.”
Lucas vivía en su celda sin agua, comida ni libertad de justificar su inocencia
hasta demostrarse lo contrario. A los presos afectados por la guerra, no se les
imponía ningún tipo de fianza, mientras las calles estaban llenas de ladrones
que roban para llegar a fin de mes, de drogas en todos los callejones, y
cobardes que abusan de las mujeres violándolas. Él, la única comida que daba
bocado eran sus sueños, a los que se comía enteros nada más pensar en ellos.
Hasta que llegó un día
entre el final del marzo invernal y la alegre primavera que ofrece abril. Tras
otra paliza de golpes e insultos, salieron rápidamente. Un cabo les habló de la
emergencia ocurrida. Al Qaeda bombardeó desde un tejado cercano la Ciudad de las Artes y las Ciencias, además de varias carreteras
cercanas. Sin embargo, todo esto provocó un pequeño fallo tremendo: un joven
becario, incorporado en prácticas, se olvidó de quitar las llaves de la cerradura
de la celda, con la consiguiente escapada de todos ellos.
Lucas caminó hacia el
puerto marítimo a velocidad de la luz, pretendía abandonar Valencia de
inmediato. Al llegar a él, suplicó de todas las maneras posibles que les
permitiera acompañarles a Sevilla. Muchos le ignoraron, tras contarles su
historia. Sin embargo, un hombre de unos cincuenta años aceptó. Trasladaba
hortalizas.
El viaje duró un par
de días, ya que en las aduanas había mucha revisión policial. Lucas se había
convertido en un delincuente en busca y factura. La policía si le encontraba,
lo fusilaría sin ningún tipo de piedad. El barco, al ser de un tamaño
considerable, permitió a Lucas tener varios rincones donde no pasar ningún tipo
de apuro. Él valoraba de manera tremenda su esfuerzo por volver a casa, pero
también el de aquel hombre, que arriesgó su vida por llevarle a él hacia su
gloria, llamado sus sueños
Llegó al Puerto
Marítimo de Sevilla, en el barrio de Triana, por la madrugada, justo cuando
empezaba a salir el sol, y la luna se iba a dormir. Aquel caballero encargado
de las hortalizas, no tuvo más remedio que esconderle dentro de una bolsa de
basura, para evitar sospechas. Todo sin problemas.
Marina por su parte
llevaba días sin poner la televisión por miedo a que le transmitieran malas
noticias sobre Lucas. Llevaba semanas, incluso algunos meses sin saber de él.
Pero aquel día su misterio pudo más que su bienestar. Este no le defraudó.
Todas las televisiones ofrecían informativos de urgencia avisando de que
existía un delincuente en España que estaba suelto, y cuyo nombre era Lucas
Rodríguez. A toda esta información le acompañaban una foto de él. También se
hablaba del encubrimiento por parte del transportista, pero eso a Marina, le
importaba poco. Recobró la esperanza de que le volvería a tener frente a
frente, de que si morían, lo harían juntos. Como Romeo y Julieta, pero en vez
de ser sus familias las enfrentadas, son el estado con ellos. Marina tenía el
irracional, pero seguro presentimiento de que cuando cerraba los ojos, veía a
Lucas de frente, acercándose a ella y abrazándola. Secándole con un pañuelo las
lágrimas que salían de sus ojos, tranquilizándola, diciendo que todo ya había
acabado. Que ahora era la hora de ser feliz.
Las calles se encontraban vacías. El pueblo,
aterrado de tantos disparos, permanecía en casa, asustado, lleno de miedo a que
esos disparos les afectara a alguien cercano a ellos. Todos los ciudadanos
habían ya mostrado de forma clarividente su postura. Estaban hartos de todas
aquellas mentiras, de todas esas falsas promesas, malas decisiones, guerras,
conflictos estúpidos cuyo único fin era el dinero para sí mismo.
Lucas logró llegar a casa sin apuros. Se despidió de
aquel hombre con un abrazo sincero, como si le conociera de toda la vida cuando
realmente no lo conocía ni de hace una semana. Llegó al portal de su vivienda a
primera hora de la mañana, aprovechando que la guardia no era tan alta como cuando
en la tarde. Tiró la puerta abajo, y velozmente se dirigió a su habitación.
Cuando abrió la puerta, intentando hacer el menor ruido posible, se puso de
rodillas sobre la cama de Marina, y comenzó a susurrarle en el oído que llevaba
toda una vida echándola de menos. Que había pensado en ella todas aquellas
noches. Que nunca había estado tan seguro de algo, y ese algo era que quería
morir en sus brazos, con su boca derretida en sus labios. Ella se dio la vuelta
pensando que vivía un sueño, y que en cuanto se levantara Lucas se habría
borrado como el humo. Sin embargo no fue así, era real, después de tanto
tiempo, el uno junto al otro. Ella no paraba de acariciarle, de rozar con la
yema de sus dedos su rostro. Tenía la voz rota de la emoción, no se sentía
capaz ni de susurrar un simple “te quiero” en sus ojos. Él la invitó a que se
tranquilizara. Mientras ella se quedó en la cama intentándolo de manera inútil,
él preparó un desayuno formado por zumo de naranja natural, tostada de tomate,
aceite, y jamón, acompañado por una magdalena.
Ella poco a poco fue recobrando normalidad, pero no
paraba de llorar, no sabía si de emoción o alegría. Lucas lloraba en su
interior, ya que tenía el defecto más difícil de todos: era un cabezota de pura
cepa. No lloraba nunca. Es algo que se propuso a sí mismo en el funeral de sus
padres. Le propuso a Marina marcharse porque sabían lo que pasaría si tardaban
mucho en irse. Tenían planeado marcharse hacia cualquier lugar, sin comida,
dinero, ni ropa, pero con algo muy importante: felicidad.
Ella se duchó sin apenas tener tiempo para sentir el
agua en su espalda. Lo hizo con toda la presión de la situación. Se vistió con
lo que primero se encontró en su extenso armario y con todo el miedo a la
muerte. Todo este miedo, se hacía menor de su mano.
Sin embargo, toda esta presión se acentuó cuando
mirando por las persianas, no paraban de ver tanques, sirenas de coches de
policías, pistolas, francotiradores, etc. Sabían que ya era demasiado tarde,
que todas las preguntas que se hicieron tendrían como respuesta la maldita
muerte inmerecida que tendrían ellos.
Cuando Marina en una de estas ocasiones miró de
forma tímida por una de las persianas, le sorprendió un disparo. No sabía cuál
era su procedencia, y se echó al suelo. Lucas enseguida se dio cuenta y corrió
hacia donde estaba ella, con voltereta incluida, aplicando todo aquello que
había aprendido en los entrenamientos del ejército. Los disparos empezaron a
salir expulsados de sus armas como la lluvia. Muchos papeles, recortes de
periódicos, e incluso las fundas que cubrían los sofás empezaron a ser
aniquiladas, sobrevoladas por pólvora.
Ante todo este diluvio de pólvora, Lucas decidió
levantarse, haciéndolo de la mano también de Marina. Ella no podía entender por
qué lo hacía, y él no quería perder el tiempo en explicárselo. Se apoyó en sus
hombros, y empezó a besarla. Le daban igual los disparos, las armas, la
policía, la muerte. Cerró los ojos, quería besarla como si fuera la última vez
en su vida, porque sabía que sería la última. Y que si había otra, no sería en
un mundo real. Ella se dejó llevar, olvidando todo lo que había alrededor. Los
disparos continuaron cayendo, creando poco a poco luces entre los agujeros
creados por las bajas en aquella casa con aspecto tan nocturno. Parecía como si
el mundo hubiera dejado de dar vueltas a través del sol, y ahora solo lo
hiciera a través de ellos dos.
Y poco a poco, el beso fue perdiendo fuerza, a
medida que sus cuerpos iban perdiendo sangre por las armas. Sus sonrisas al
mirar al otro no desaparecían, sabían que era el final de todo, pero que morían
al lado del otro, al lado del motivo que les había hecho vivir tanto tiempo.
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